viernes, 18 de mayo de 2018

JOAN MANUEL SERRAT, Aquellas pequeñas cosas

 -




Image
Al fin estaba a solas con ella.  No dejó de sonreír mientras charlábamos. Antes del crepúsculo decidió bañarse en la playa solitaria.

- Bañémonos desnudos -  dijo.  Y se quitó el largo chaleco de lana cruda que le cubría hasta las rodillas. Y se tendió en la arena, poderosa. Rodó. Se sacudió las nalgas.

La fotografié. Retozaba ante mis ojos, dominante. Su maquillaje era sutil, perfecto y entendí por qué se había acicalado con tanto afán antes de abandonar la casa de nuestros amigos si solo saldríamos a caminar. Cerró sus ojos para sentir mejor el calor de la tibia tarde.  Mis ojos no se apartaban de ella.

Sonreí complacido y disparé el obturador sin ver en el visor. Mónica disfrutaba la soledad de la playa y mi fascinación por ella.  La luz era perfecta. Se sabía hermosa y fuerte.

Caminó hacia mí, sobre la arena  y me desabotonó la camisa con pausa. Cuando terminó de abrirla, cerró los ojos posando sus labios sobre mi pecho. Era irresistible su aroma y su balanceo de cuna. Pero retrocedí balbuceando incoherencias.

-     No te asustes. Es solo por esta vez. Me dijo.
-     Me besaste en el pecho. Donde babean mis nenas, cuando duermen.

No estaba triste, ni molesta. Su sonrisa fue contundente.

- Te arrepentirás el resto de tu vida - susurró absolutamente flexible y cierta de que era la más bella. Y continuó retozando desnuda y victoriosa ante mis ojos. Inalcanzable entre las dunas.

En el bosque, escuché la voz líquida de los pájaros y el latido apremiante de la tarde en un fin de primavera